sábado, 23 de noviembre de 2013

Renoir

Nada más empezar la película, prácticamente en el primer fotograma, puedes percibir la alegría de color, la espléndida luminosidad y viveza, pigmentación exquisita exhibida con enorme elegancia, la belleza estética que tus ojos van a disfrutar, un recrearte maravilloso y ansioso que pide más; gozo para unos sentidos que se percatan de la pasión y frenesí de un pintor consagrado. Se respira arte, genio e inspiración por todas partes, cada imagen es un desfilar por cada unos de los cuadros del artista, una armonía y belleza de gran delicadeza y fragilidad que se complementa con una sensibles y tiernas interpretaciones, una perfecta, exquisita puesta en escena y un ideal de entorno y contexto de gran mérito -es uno más de los personajes-. La hermosura de una naturaleza sin estructuras ni corsé, que se refleja en la manifestación de una rutina artística que devora toda la pantalla, único planteamiento que sostiene y sustenta todo tu posible -si no decae- interés y motivación. Porque, la verdad, después de todos estos merecidos piropos y aplausos, para ser honestos, la trama y la narración no tienen mucho aliciente, no despiertan entusiasmo alguno, más-tarde-que-pronto tu disposición y apego por el desarrollo y desenlace de la historia disminuye sin evidenciar esperanza alguna de revivir el apasionamiento y admiración que sentiste al empezar el relato. Un impedimento no superable, obstáculo que no impide merecer todos los halagos ganados. Confórmate -o saca el máximo partido- a un admirar, saborear el desfile de lienzos, bocetos, cuadros, una magnificencia escenográfica sin contenido ni volumen más allá de la percepción sensorial. No pretendas encontrar lo que no hay, no intentes ir más lejos de lo que la fotografía ofrece, de esta forma podrás disfrutar parte de ella; en caso contrario, te estrellarás sin ser capaz de apreciar nada.    

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