jueves, 16 de abril de 2015

Hogar no tan dulce hogar

"La perfección es la clave, la perfección lo es todo", tienes razón, Anthony Burns, la teoría está clara pero fallas estrepitosamente en la práctica olvidando que por muy controlada, detallada, precisa y perfecta que sea una escena, ello no te garantiza el éxito de una risa soñada.
Todos los actores coinciden que es más fácil obtener una lágrima del espectador que una sonrisa espontánea, más difícil una carcajada natural que tristeza en el alma, más accesible el drama que la comedia y, no deben ir mal encaminados pues la eterna candidata a novia de América que, desde que dejó su trabajo de enfermera, por aspiraciones mayores, confunde cantidad con calidad, a pesar de su correcto trabajo, esfuerzo y cambio de registro, no consigue ese delirio esperado, esa mueca instantánea, esa diversión y jocosidad urgente como garantía de triunfo de un argumento que se apoya en el absurdo y la excentricidad como base de su andadura pero se excede en las posibilidades de sus pasos, erra en el ritmo y compás, confianza en una fuerza que no domina y que se le escapa, abusa de su inicial propósito de desmadre y locura para quedarse varada a medio camino y ser incapaz de lograr la tan ansiosa perfección de sus intenciones que se quedan en muestra gratuita, sin tentación de compra, pues no hay nada más melancólico que un vendedor que no vende ni nada más penoso que una comedia que se cree delirante y no provoca ni humor ni gracia.
Matrimonio bien conjugado que tiene que enfrentarse a crisis personal que resuelven por el camino rápido, obsesiva-manipuladora-dominante-ambiciosa-controladora-maniosa-sádica ella, una Katherine Keigl, aprobada sobre papel pero no degustada con tono y placer en el plano, como devota madre/amante esposa de un necio, bobo, lelo, débil y dominado Patrick Wilson que, al igual que su compañera y a pesar de la corrección, ahínco y fuerza de voluntad, -a ambos les falta chispa, ingenio y salero pues no todo es recitar el texto-, no logra sacar apenas nada de su personaje ya que, si "la paranoia no es más que estar alerta", aquí el guión y los diálogos, las escenas y planteamiento de las situaciones extravagantes y ridículas pecan de estar a las puertas de la gloria y no entrar, a metros de la cumbre y no coronar, acercarse al cielo y quedarse sin sabor, gusto ni paladar.
Maneja drama chistoso con tintes esperpénticos de gran desatino y no sabe encontrar la sustancia loca y revulsiva, de ilusión que enganche al público en la visión atractiva de lo repulsivo, pretende desenfreno que no causa daño, lujuria sin arrebato ni frenesí, atrevimiento sin emoción, éxtasis o ardor en su excursión y, donde sólo queda la resignación de verles actuar con ganas pero con ausencia de sentimiento y pasión, sin apetencia de acompañamiento ni disfrute del teatro montado, de la bufonada expuesta, su aventura narrativa no consigue salpicar ni una gota de adrenalina o furor, un mirar sin sentir, ni vivir, ni participar, ni perspectiva de que se presenten, ningún fruto ni beneficio que recoger de esta banalidad simple, vestida con traje de disparatado desbarío con poco acierto en su disparate, sin agudeza, fortuna ni talento para escapar a la simpleza de su partida, medio y final.
Su retorcido intento no logra aprobado, sólo la baja del vidente por equivocación de encauzar su torrente de energía y desatino limitándose a payasada de circo sin aplauso ni laurel.
"Te quiero más que a la luna y las estrellas", sólo que ¡ni las ves de lejos!, ni mucho menos, ¡logras alcanzarlas!; al menos Ícaro tuvo la voluntad y osadía de acercarse al son aunque ¡le costara la vida al derretirse sus alas!



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