jueves, 23 de abril de 2015

Some Velvet morning

No pisa tan fuerte como pretende, este monstruo escénico que se mueve entre tablas de cámara, pues su apertura es deseada, dulce su boca pero poco intenso el tortuoso dolor mostrado y leve la intriga acaecida.
Hay películas cuya calidad vive de sus diez últimos minutos, de ese giro inesperado, desvelación inaudita que te deja perplejo, asombrado y cavilando sobre el sentido dado a todo lo narrado, redondeo, que hasta el momento, te se escapaba y mantenía confuso y atrapado indagando qué demonios estaba pasando, cuál era el misterio que te se escapaba y por el cual no llegabas a entender ni descifrar lo que estaba ocurriendo.
Y ese cambio radical te deja anonadado, positiva o negativamente, ya que puede que, esa explicación aclaratoria final, no sea de tu gusto ni te convenza de todo lo visto, no sacie todas las necesidades de expectativa surgida o, todo lo contrario, deje un hondo recuerdo, palpable largo tiempo, después de su acabado y, aquí, Neil LaBute, ofrece un portazo rotundo y decisivo de cambio de dirección, éxtasis y traje para dejarte, durante acotado instante, con sensación bobalicona y estupefacta, al tener que asumir el camino elegido para rematar esta sentida obra de teatro, de mayor agitación conforme se acerca a extraña meta, rodada para pantalla y celuloide, con dos únicos actores -excelente y elegante, Stanley Tucci, en esta singular conducción de los patéticos sentimientos vertidos- que, en conversación única, de potencia difusa según tempo, exponen las circunstancias de su pasado, presente así como la relación de enfado, cariño y resquemor que une a ambos.
Guión consistente que mantiene un nivel aceptable con el paso de los minutos, estilo de "Antes del atardecer" aunque sin tanto carisma y fuerza, pero sí lo suficiente para atrapar y evocar el curioseo de lo que está pasando o quiénes son los titulares de tan incesante habla, buen ritmo de armonía válida y afán expectante que, sin lucirse en demasía, provoca el interés por sus vidas y el deseo de entendimiento de las emociones derramadas según avanza el melodrama, un cuentagotas que ofrece su información poco a poco, con lentitud que exige atención y esfuerzo, para descifrar aquello que, el también guionista, quiere comunicar a través de este visitante inoportuno que aparece en la puerta de la bella desconocida, después de ausente tiempo, tras haber dejado a su esposa y a la espera de vivir un incierto amor con una no-tan-obvia ni supuesta querida/amante/compañera.
Empezarás en el norte/nadie te asegura que acabes en el sur, incertidumbre de destino que debe saborear un paladar agradecido y gustoso del entretenimiento ofrecido, que con constancia y alguna pausa, dirige su orquesta de pasión, rechazo, celos, desprecio, humillación y violencia como juego inocente e improvisado que cuenta con breves dosis de peligro alrededor.
Grado de adrenalina moderada que conquista cumbre de elevación media, intenta tirarse, totalmente perdido y desnudo, al ansioso río pero sin lograr el baño y escabuzón de locura frenética vendida, aunque sí un refrescante y entretenido chapuceo donde la clave es, si la incógnita de lo que no dicen claramente sus persistentes palabras y vocablos intercambiados, dan el preciso material para cautivar y despertar tu curiosidad sana.
Abre y cierra puertas afectivas cuya línea ascendente se convierte en parada de estación intermitente que inicia su marcha, de nuevo, para encuadrar, finalmente, en el as sacado de la manga, sombrero de payaso y nariz roja que desvela el espectáculo circense jugado, base de despiste-nutrientes de desavenencias-aporte dramático que se alimenta de reproches, cuentas pendientes y un esperado salvavidas de quien espera hallar albergue; abraza con estilo y eficacia, diálogos de temperatura cálida que nunca escasean de ideas cuya llama produce fuego de densidad sobria que no da para las hogueras de San Juan pero sí para les fogueres de Sant Antoni..., aunque, para fantasías y gustos, ¡colores!



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