sábado, 23 de mayo de 2015

Corn Island

Con las crecidas de primavera, el río Enguri se precipita sobre las tierras bajas de Kolkheti y, antes de lanzar rocas y limo al mar, las acumula aquí y allá en medio del río. En pocos días, incluso de la noche a la mañana, de estos escollos nacen grandes islas, cuyo suelo es rico y fértil. Un anciano de Abjazia y su joven nieta deciden plantar maíz en una de esas islas. Pero los soldados georgianos andan cerca.


Inundación afectiva a la que no se encuentra cariño, apego ni devoción.
"Esta tierra es de su creador...", y esta película de quien la firma, George Ovashvili, que ofrece la construcción de una refugio, el cultivo de una tierra, la dureza de un proyecto realizado con sus propias manos, sudor y esfuerzo, empeño de un abuelo nativo, que convive con su nieta, para el acondicionamiento, plantación, cultivo y recogida del fruto, un lento y pausado observar dicho proceso donde tendrás que esperar, 20 minutos, para oír las primeras dos palabras y, veinte más, para que vuelva a producirse algún sonido, un agónico ensamblaje de consumo arduo, dificultoso y apenas estimulante pues ni con paciencia y dedicación mejora su digestión.
Con permiso de la naturaleza..., aunque ¡sin el tuyo! pues esta reservada isla, que tiene su propia vida y rutina, no despierta interés alguno, no se crea ansia por su conocimiento ni anhelo de resolver su desenlace, un comer, trabajar, descansar, dormir, superar inclemencias, pausar..., sin decir ¡na!, sin plasmar evidencia gráfica o sonora de apetencia válida, sólo la eterna y sólida compañía de esta unidad familiar que resiste y prosigue, observa y espera pero, como espectadora, necesito algo más que esta visión anodina que procede al margen de la atención y expectación del público, mostrar una existencia, su rutina diaria, su levantarse cada día y seguir adelante no cautiva, ni entusiasma, ni aviva una mente que empieza a estar cansada de tanta alabanza gratuita para un argumento que transmite poco y, un guión que vive de acostumbrados silencios que intentan dar a entender, con su cuota de voz ausente, una magnificencia y maestría que se asemeja más al cuento de la lechera, que te lo venden como cinco estrellas y ¡ójala hubiera comprado huevos y patatas para hacer una gustosa tortilla!, porque, este melancólico pasar el tiempo sin moverse del mismo espacio, tiene un sabor insípido, aburrido y oxidado.
Y, ahora, el dilema de siempre que parece no tener correcta solución ni próxima resolución pues, por un lado, la prensa y su crítica con una nota de notable para un cine loable, humano, veraz y sensible, de gran emoción artística y delicadeza en las formas, miradas penetrantes y austeras que transmiten lo que es innecesario decir con palabras, ausencia de sonido que cubre, magistralmente, la ferviente mirada de quien se complace, con esmero y gratitud, ante la maravilla seductora que sus ojos captan y observan, sosiego y tranquilidad heroica ante una supervivencia costumbrista que se exhibe con claridad de vivencia y sentimiento de alma, etc, etc, etc..., palabras, de cosecha propia, que llevan a una lectura técnica que sí, completamente le otorgan tan alta valoración, sólo que, en aras de la verdad y sinceridad de ánimo, todo ello sirve de poco si no logra crear espíritu de afinidad y ganas por degustar su andar pues, aunque reconozcas todo lo escrito y lo confirmes con tu reflexión cognitiva, no logras sentir estímulo alguno que te invite a apreciar su batalla ni estimar su existencia; si vamos a elegir cine mudo donde hablen las imágenes, éstas tendrán que comunicar algo y no dormir a la audiencia porque ¡de qué me sirve que me digan que este plato es magnífico sí después no disfruto de su presencia, de sus ingredientes, ni me nutre en absoluto!
Y, después está la excusa ordinaria de que es cine minimalista, para unos pocos elegidos que sepan valorar el arte de lo sencillo y la honradez de lo vertido, diestra creación de singularidad delicada para quienes distingan la inteligencia de decirlo todo sin expresar nada, bla, bla, bla...; hace poco, tuve el placer de visionar "Mandarinas", pues haber si se aprende de la exquisitez de combinar sabiduría y emoción, pasión y conocimiento 'tanto para el cerebro como el corazón!, aquí no hay espíritu que reanime tu somnolencia, ni pulso cardíaco que no se relaje tanto que llegue a ausentarse la mayor parte del tiempo.
Adoro descubrir las pequeñas producciones de paises con marcha de identidad exclusiva y personal, que se distinguen por funcionar al margen de la cadena comercial y que cuidan sus producciónes peculiares con talento, sobriedad y dedicación pero, ante la presente obviedad y decepción, es igual de amargo -e incluso más- descifrar que no hay nada detrás de tanto halago y alabanza, que parece se pene y 
condene decir, de estas historias, que aburren y desconciertan -por suerte, no todas pues muchas son fieles al emblema distintivo que las caracteriza y por la cual se respetan y aman- para el caso, la isla de maíz puede quedarse con su panizo y amparo pues, Ilyas Salman, como protagonista no encandila ni sugestiona ni llama a conocerle en su labor, desperdicio de hermosa fotografía que convierte, su merecido y esperado afecto, en letargo cansino que busca alivio en el paso de los minutos para llegar a su conclusión.
No se siente, no emociona, no se vive ni palpa, sólo se observa, lo cual ¡ya es mucho sacrificio!; no encontré gusto en su visión, ni avidez en su recorrido, ni caté la elegancia y distinción de su porte, ni la exquisitez de su esencia ¡más suerte para tí!..., pérdida en el mar de miseria que rodea la supuesta isla de batalla y bienestar ¡me quedé!