domingo, 16 de agosto de 2015

Mi casa en París

Mathias, un neoyorkino que necesita dinero, viaja a París para vender el lujoso apartamento que acaba de heredar de su padre, con quien no tenía ningún contacto. Al llegar allí descubre que una señora mayor, Mathilde, vive allí con su hija. No tarda en enterarse de que, según la ley francesa, no podrá hacerse con el piso hasta que Mathilde fallezca.


El amor hace bien/el amor hace daño, tan hermoso como apenado, buenaventura cuando tú decides/desdicha cuando eres títere en manos de padres irresponsables.
Israel Horovitz, tanto en su novela impresa como en su obra gráfica, transita por la comedia, el drama y romance con gracia y sutileza, arte y talento, armonía de un compás lento, austero, frío y seco que se aspira ¡sorpresa! con energía cálida, en aumento progresivo, dado su esmero para sacar la mejor puntilla en cada género, ya sea agudo humor, ceniza de lágrima o hechizo de enamoramiento; delicadeza y tacto para un tortuoso juego que no tiene miramientos ni lástima por sus víctimas, inquisitiva incisión en la vida de tres personajes unidos en maldito triángulo por un cuarto desaparecido -cuyos restos llegan a quinto y sexto perjudicado- a quien, por desgracia, sólo se puede odiar en la distancia, con esa inquieta herida, que nunca encuentra desahogo ni arreglo, únicamente tormento propio de una vida destruida por no saber encarar cómo vivir con uno mismo y la herencia recibida.
Porque somos crianza, pasado no elegido pero padecido, niñez y adolescencia que llegan a la edad adulta con los restos de ese inevitable naufragio, para bien o para mal, equipaje no solicitado de huella marcada e inborrable que determina nuestro andar, postura y decisiones del día a día.
Dos personas se amaron intensamente/cuatro sufrieron desgarradoramente las consecuencias de ello, egoísmo de amantes devotos/rabia y desdén de quien sabe, observa y calla, más ignorancia de quien padece con angustia y sin conocimiento, penuria silenciosa de nacimiento que marca destino y huella, tarde o temprano reconvertido en bomba mortífera 
sin vuelta atrás, sin posibilidad de arreglar lo pertrechado, sólo disponer, de nuevo, las viejas cartas para que los jugadores decidan el presente riesgo, pues la suprema y dañina verdad ha sido descubierta, conjunción de todas sus versiones y formatos para conformar el nuevo tapete sobre el que apostar la siguiente mano.
Demolición inesperada de quien no espera esa esclarecedora, devastadora y cruel sinceridad abierta pero que oye, con dolor y lloro, la situación dada que tanto daño causó en su persona, aceptar o terminar, reponerse o hundirse, mirarse al espejo y ver el reflejo honesto y franco de quien hay, da igual culpables o inocentes, sin indemnización ni ganancia, únicamente ser y estar, mirar hacia delante.
"La precisión es la clave para una larga vida, la precisión y el vino", y si algo se aprecia con sentimiento y habilidad es la exactitud de los hechos, de los personajes y situación -más un exacto conocimiento de vinos, ¡claro está!-, dejarse de acomodadas mentiras al gusto de la apetencia de uno y lanzarse a la corrección auténtica de lo dicho y 
realizado, una triste e histérica historia de desvaríos y libertinaje que adquieren veracidad para alegrar la velada, al tiempo que apesadumbra y emociona, sentidas e intensas interpretaciones que con moderación y pausa componen un mosaico sensible, atento, eficaz y doliente sobre las relaciones parentales y los tejidos que de ella se desprenden.
Kristin Scott Thomas, siempre penetrante y magnífica, a quien da réplica un expuesto Kevin Kline, que le sigue, a nivel soberbio y esmerado, en su compás y ritmo, pareja redondeada por una tenue Maggie Smith que hace de la sabiduría de la vejez un torpedo de inconveniencias y reproches difíciles de asimilar, un espléndido trio para un catastrófico debate, vivaz y firme, sobre la carga pesada heredada de los progenitores y como soltar al niño adulto que no puede con ella.
Sobriedad con estilo, carácter a cuentagotas sin retroceso, entidad repartida por tramos para una 
cuesta que promociona tu sonrisa, provoca tu lástima y entabla contacto con tu corazón y alma, sin excesos ni figuras inconvenientes de relleno, de paso ligero a carrera acelerada adquiere velocidad, don y maestría gracias a ese eficiente guión que sigue la estela de su familia en letra; mismo escritor, director y guionista, ¡quién mejor que él para conducir y plasmar su propia criatura!, darle ese apoyo seguro en su paso de las tablas del escenario a la perpetuidad del celuloide, cordial y humana se saborea por sus actores, por moverse por diferentes aspectos con destreza, y por resultar amena en su reconciliación de la acidez cómica y la resaca ebria, risa leve, sollozo tenso y arreglo comedido para finalizar la fábula, pues el relax siempre sobreviene después de la tormenta.
Acapara tu atención sin esfuerzo, mantiene tu interés sin arrogancia, asimilas sus vidas e inoportuna confesión con la curiosidad de esa fotografía que lo revela todo sin necesidad de palabras, tragedia que se ríe en sus inicios para coger impulso, volumen y llegar a densidad dramática que, aunque no es la griega, si es sagaz e intuitiva.
Desfila por sus tramos con alegría o seriedad, según toque, y recoge el fruto encantador de su mezcolanza, deja grato recuerdo de sensibilidad placentera.
Mi casa en París y su "old lady" están llenas de sorpresas y estupor, nunca reveladas aunque conocidas a grito, un encaje de piezas donde, simplemente, escucha, procesa y concluye, su dedicación vale la pena, satisface con discreción, confort y diligencia.



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