domingo, 13 de diciembre de 2015

Southpaw

Pese a haber gozado de gloria y de premios en su pasado, un luchador ha caído en desgracia. Sin embargo, no se ha rendido y ha tomado la decisión de mejorar su imagen por el bien de su mujer y su hija.


Tenacidad cuyo carburante no explosiona, únicamente permite un usual rodaje.

Forest Whitaker no es Clint Eastwood -aunque su pupilo si está a la altura de Stallone o Jon Voight- pero el tema es el mismo, caída al infierno tras tocar la gloria y la ganada oportunidad de demostrar de nuevo tu talento y valía.
También está la otra versión, aquella donde nunca se tuvo opción y de repente se juega todo a una carta, esa jugada donde sólo estás tú y los que realmente te aman -que aquí surge ya entrados en asunto y avanzadilla-, donde observar a ese triturador de sueños desesperado y urgido de empeño y ganancia que será, de nuevo, ese campeón que su niña necesita; porque esa es otra versión, la del mítico padre que vuelve al ring por y para recuperar a su querido retoño por quien reformarse, dar la vida y adquirir nuevos hábitos, más inteligentes en el combate, y más sabios y saludables en la calle.
La mente domina al cuerpo, la ira se controla y se usa a favor, nunca en contra pues el adversario sabe donde duele, más anímicamente que físicamente, y dejamos rodar la consabida historia de adivinados pasos con esa tranquilidad de conocer la pelea, con esa comodidad de observar sabiendo cuando se llora y cuando se celebra, con esa relajada anticipación de saber como el ganador surgirá y rematará la faena.
Es correcta, sin elevar la tensión en demasía, pero te vale su intento de furor y adrenalina, Jake Gyllenhaal lo da todo, como habitualmente tiene bien acostumbrada a su audiencia, se entrega al máximo en el reflejo de ese viudo desolado y destrozado que arruina su vida y la de su hija para renacer cual ave Fénix de sus entrañas y, al contrario que ocurre con todo el proceso, su exhibición es portentosa, únicamente adecuada para quien le complementa; mientras él deslumbra con robustez, el resto baila
con exactitud la pieza, aprenden con claridad las notas de la partitura, cosa distinta es que sepan darle alma y vitalidad a la melodía.
Porque cantar cantamos todos, ávidos profesionales que ejerzan dicho arte con sublime talento se cuentan con las manos, y he que aquí todos realizan bien su trabajo, director, actores -el referido, magistralmente-, así como su montaje, guión, fotografía..., que tenga estilo y personalidad, marca de la casa, es incógnita que se sigue buscando pues ésta está más perdida y desaparecida que Wally en su mundo fantasioso.
Y es una pena esa media de nivel, esa reservada precisión que no supera lo discreto pues se cuenta con desbordante calidad para hacer una cinta de primera, vibrante en su parte atacante, sensible en su emotividad, profunda en su calado para la memoria; sin embargo, hay que conformarse con una pizca de ello, mezcolanza de mucha voluntad, esfuerzo y motivación, pero de resultado mesurado y comedido en sus efectos para el corazón y sus sentimientos.
Se digiere con ligereza que no solicita implicación angustiosa por el devenir de los personajes, se consume con esa suavidad protegida de mirar desde
la sala contigua, en lugar de estar en pleno show sintiendo la pelea como propia, todo su combate, de inicio triunfador, de turbio intermedio y posterior demostración de su rey interior, se presenta con esa impecable disciplina de respetar las normas y no saltarse una línea de lo establecido de antemano pero, sin lograr que el espectador se emocione, preocupe, arda de rabia y sufra junto al dolor del héroe.
Antoine Fuqua presenta una simbiosis del sentimental “Campeón”, del perpetuado “Rocky” y del fabuloso “Million Dolar Baby”, más restos de Frighter, Warrior y los que se quiera a la cola, cuya ensalada no excita ni encumbra el ánimo como debiera; la firmeza y contundencia del cuadrilátero se relaja y reduce al bajar del mismo, tal vez porque todo se sabe, todo está narrado en estas cintas de combate y desgracia familiar, que superan todos los baches por ese glorioso cinturón que supone respeto, honor e unión de la familia cuyo protagonista, un espléndido e impactante Gyllenhaal - a quien, en exclusiva, se debe dar las gracias de que la cinta tenga atractivo, decoro e interés, pues se desvive en su fabulosa interpretación de campeón redimido- luce un soberbio golpe directo, muy a la imagen y
semejanza del irrepetible y único Mohamed Ali, como también intentaron, en otras ocasiones, emular sus hermanas de raíz; el resto es paseo de domingo con tibia lectura de entretenimiento.
“Southpaw”, zurdazo, sin esencia singular ni identidad especial, renegó de su mano derecha por ella, le dio triunfos y la vuelta de un extraviado amor y cariño, se le concede válido recreo de visión pertinente, se le achaca más energética convicción, determinante coraje y vigorosa intensidad que eclipse e hipnotice al vidente aunque, no pasa nada, se perdona, está Jake Gyllenhaal, quien lo permite con su soberbia e impoluta presencia; ¡imagina si el resto hubiera acompañado!

Lo mejor, Jake Gyllenhaal y su absorbente y penetrante actuación.
Lo peor, cuento ya narrado que no sobresale en nada.
Nota 6,3


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