domingo, 10 de enero de 2016

Joy

Joy Mangano, una humilde trabajadora de Long Island, acabó convirtiéndose en una popular inventora de productos del hogar y también en uno de los rostros más conocidos de la teletienda americana.


Joy inventa, Lawrence fascina, Rusell lo estropea.

Una historia no sólo tiene que ser buena, tiene que parecerlo, tiene que ser contada con estilo y gracia, con ese carisma seductor que motive su visión, encandile su recorrido y te atrape, radicalmente toda la velada.
Empiezas con ilusión, con espera de entretenimiento y goce de una buena e ingeniosa película, con interés por saber quién es Joy y cómo se las arreglará, esta mujer audaz, para triunfar y sacar adelante su innovadora idea, sólo que tan sugerente y práctico invento no va a la saga de lo que la cinta expone; todo lo contrario, dobla y supera con creces a la referida pues, como representante narrativo de cómo ocurrieron las cosas y llegó tan espectacular mopa al hogar de miles y miles de amas de casa necesitadas es defectuoso, incompetente y pobre respecto su trabajo; es decir, vender esta película para gloria de una imaginaria, pero posible real protagonista, que se de a conocer con esplendor al público.
Perdón, rectifico pues la campaña publicitaria y su sinopsis hacen estupendamente su labor de abrir apetito y crear expectación, cosa distinta es la recepción para una vidente que no se entusiasma en demasía, ni se emociona, ni se ríe, ni participa del drama, ni se altera con la excitación del negocio, ni tiembla de nerviosismo ante la dificultad del mismo; inerte y esquiva postura, para una mirada ligera que va perdiendo ilusión y ganas y acaba observando, a esta damisela que supera todas las dificultades, con desasosiego, pasividad y con esa escasez de adrenalina de quien se sienta al final de la sala para
oír el discurso pero ser el primero que salga, pues no irrita ni molesta lo contado, tampoco, en exceso, apetece ni agrada.
Hay que contar los hechos, sin duda, fantaseada veracidad de una heroína que supera su propia cuesta abajo, donde se hallaba escondida de los demás y de si misma, sagaz emprendedora que hace posible que sus sueños se hagan realidad -el motivador y perpetuo “dream become true”- pero, “si la esperanza trae la eternidad”, sabio consejo de una querida abuela narradora, la satisfacción y goce de una película plena no se basa únicamente en lo que expone, sino en cómo lo lleva a cabo, aquí martirio de confianza demacrada por parte de David O. Rusell que no logra la creencia y querencia deseada en su largo cuya promesa eficaz, provechosa y placentera de sus nutrientes se desinfla cual idea, puesta en marcha, torpe e ineficiente.
Actores de gala presentes, calidad indiscutible en cada uno de ellos, quienes sin problema, ni complejo y con mucho arte comparten escena con una complicidad deliciosa que se capta al instante aunque, por desgracia, es de lamentar que su talento y disfrute no vaya arropado por un guión robusto, de
dialéctica absorbente, ni por una dirección atractiva, de montaje incentivo en tu ánimo de apreciar, considerar y acabar contenta y adorando el cuento relatado.
Fábula satírica, que se intercambia con la tragedia de un ambiente tenso e inquietante, que únicamente decepciona con sus caídas constantes de esa noria que desacelera, para no volver a coger impulso nunca más pues se ha quedado varada y seca; una teletienda de los negocios injustos que alecciona sobre vencer a Goliat, con la inteligencia y maestría de un David que sabe de cuentas, leyes y números sin poder, atractivo ni risueño deseo de compartir sus penurias.
Su gran baza es la hipnosis magnética que oferta, en todo momento, en su actuación Jennifer Lawrence sólo que, sostener todo el rocambolesco juego de tratos y negociaciones sobre su bello rostro deja con hambre, con mucha hambre que no sacia ni colma; su chispa y frescura se desperdicia y pierde entre un catálogo de personajes sin equilibrio, estima, atención o deslumbre que no sea recitar sus frases sin transmitir emoción, alegría o pesadumbre.
“Tienes que seguir haciendo lo que amas” pero con más regularidad, eficacia y ritmo estable que no vire hacia ese desentono que arruina el buen comienzo de la susodicha parábola, donde lo absorbido es nulo contagio del espíritu emprendedor de esta peculiar creativa; estafa de discurso que luce mejor en su propuesta de papel que en su práctica.

Lo mejor; Jennefer Lawrence, quien sustenta el relato por encima de todo.
Lo peor; David O. Rusell, quien se carga su propia iniciativa e idea.
Nota 5,4


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