jueves, 14 de enero de 2016

Mi familia italiana

En un pueblo de la región de Puglia se celebra el 10º aniversario de la muerte de Saverio Crispo, actor símbolo del "grande cinema italiano" y eterno "latin lover". A la ceremonia llegan sus 5 hijas, desperdigadas por el mundo, y dos ex-mujeres, una italiana y la otra española. Secretos, rivalidades y nuevas pasiones llevarán a las mujeres a descubrir un pasado inesperado y a ver la vida con nuevos ojos. 


Mínimos roces de convivencia, por un amante latino que no altera la sangre.


Mi familia italiana, más la española, la americana, un imprevisto desliz francés y todo extra que se tercie y ayude a decorar el complaciente y angelical escenario; un intento de humor simpático, cordial e inofensivo, a partir de las andanzas y desventuras de un galán latino encumbrado a mito, y cuyo homenaje sirve de excusa para lavar trapos y aclarar malentendidos desajustes bienintencionados, que adquieren tonalidad media afable, de aprecio en su gusto cómico, y que se absorbe con mayor rédito si se tiene la fortuna y oportunidad de visionarla en versión original.
Conocidos actores de la tierra, más el apoyo continental de los vecinos de frontera, para un suave enredo de efecto comedido que sabes lo que pretende, alboroto perspicaz y salero, distinto es que lo consiga o logre provocar esa carcajada y sonrisa satisfecha de quien está disfrutando plenamente del caos exhibido.
Se consume con ligereza nutritiva de distracción apropiada; no escala grandes cumbres, ni eleva la graduación de su ingenio y ocurrencia a suculentos grados, recurre a un libreto estándar, facilón y asequible que rellena el tiempo y espacio con prestancia confortable y proporciona un ambiente socarrón, de complicación leve, sencilla de seguir, cómoda de consumir y superficial de recordar, tras pasar por su residencia de veraneo conjunta.
“No pondré resistencia, sea lo que tenga que ser”, lema a asumir por una audiencia contenta por lo narrado, aunque con el sentimiento de futilidad y escasez enérgica de un argumento que apenas empieza a caminar, echa el freno y ni se molesta en calentar motores; hermanas de apellido, amigas en la desgracia, tras descubrir su enemistad en esa falsa
felicidad que a todas envolvía, teloneras convertidas en debutantes principales alrededor de esa figura mítica, llena de rumores y leyenda, que envolvía con elegancia, glamour e intocable presencia a las estrellas de entonces.
Porque lo mejor, sin duda alguna, es la lectura y narración de un tipo de vida, de cortejo y de idolatría que envolvía a las estrellas de esa época donde se las veneraba, admiraba y perdonaba en todos sus aspectos.
“La vida es como una brisa, no hay que tomársela en serio”, palabras del rendido artista que debe hacer suyas el espectador para degustar esta ágil y liviana comedia y no esperar mayor contenido y profundidad; se mueve por el rencor, la añoranza y la frustración de la pérdida, pasa por el intercambio de emociones y papeles débiles a través del dañado o ensalzado patrón de la figura paterna, y vuelve a la arisca calma según su acuerdo resolutivo avanza y consolida las posiciones.
Válida para velada de tentempié hacia propósito más contundente y serio una vez terminada; no hay
mucho garbo, tampoco enorme estilo, es familiar, costumbrista, ocurre en Italia y tiene el aniversario del fallecimiento de un actor distinguido como excusa para reunirse y pasar el rato.
Haz lo mismo con este cliché nostálgico que no desborda ni en drama, ni en sentimiento ni en fanfarria; controla en exceso los ritmos, las posiciones y los fotogramas, falta inspiración libre para dar rienda suelta a sus miembros y que líen lo que verdaderamente se puede y espera.
Sin originalidad, regular y seca debido a que primero apuesta por la ironía de la gracia y el desparpajo refrescante, para decantarse por una tragedia que no se afianza y volver a sus orígenes intentando rescatar lo ya erosionado; Cristina Comencini ofrece buena voluntad, buena intención pero errada de camino por un guión encorsetado, que da pinceladas de posibilidad sin atreverse a pintar con determinación y firmeza, y por una laxa dirección que no arriesga, que no alienta y deja al espectador observando sin seducción, sin carisma, sin pasión.
“¡Qué empiece el show!”, que desfile cada cual según se disponga pero no aguardes grandes ilusiones o expectativas; es amistosa, bonachona e inocente en su maldad pretendida, endeble versión de un teatro de galimatías y embrollos con mejores tablas en variados ejemplos previos donde elegir; la presente es llana y tratable, asequible y sociable, no escandaliza por más que quiera vivir del escándalo, su vendida inmoralidad, de tregua pactada entre las
familias avenidas es liviana, dócil y manejable, innecesario medidas de protección por si se dice algo provocador y descarado; cuando se insinúa, se intercede rápidamente para bajar la tensión y el conflicto, no vayamos a dar con una “Dinastía” en la que todos confabulan contra todos, que es para todos los ojos, oídos y público.

Lo mejor; la exposición narrativa del idolatrado galán de una pasada época.
Lo peor; nunca coge fuerza, garra ni nervio; sutil y quebradiza.
Nota 4,5


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