lunes, 29 de agosto de 2016

La ley del mercado

Después de 20 meses en el paro, Thierry, un hombre de 51 años, encuentra un nuevo trabajo, pero pronto tendrá que enfrentarse a un dilema moral: ¿puede aceptar cualquier cosa con tal de conservar su trabajo?


Suerte de maldito trabajo encontrado.

Es Vincent Lindon, voraz, auténtico y cautivo en su innato saber hacer, en su día a día superando baches, debacles e intentando mantenerse en pie, entero, y disfrutar de los pequeños momentos; sólido y firme por fuera/quebrado y al límite por dentro, vuelve al mercado de la competencia por un puesto de trabajo, con sus ineptos cursos, programas, títulos..., con los que lucha por ser óptimo y válido para el contratante, rodeado de jóvenes aspirantes que hablan mismo idioma, de lenguaje muy distinto al que él recuerda y maneja, soportando la lenta e ineficaz burocracia, de estúpidos protocolos, obligados para estar en la bolsa de esa enorme plantilla, que exasperada, súplica por oportunidad para demostrar su valía.
“Estoy cansado..., me gustaría seguir adelante..., por la salud mental de mi cabeza”, con excesivo tiempo libre, no requerido, y una carga familiar a cuestas, intenta mantenerse ocupado para controlar la misma, dispuesto a lo que venga, a trabajar donde se tercie, a exprimir al máximo cada opción, sin rebajarse a pedir limosna, al menos no por ahora, todavía no está tan cuesta abajo.
Relato frío y parco en palabras, únicamente las justas para acomodarse a los cortantes y humillantes hechos, donde cada cual mira por su propio interés y beneficio; habla con la indagadora mirada, unas veces triste y derrumbada/otras altiva y
esperanzadora, y con la rigidez corporal de un hombre maduro, ya en la complicada cincuentena, casado y responsable de un hijo con problemas físicos, que ve la impotencia y dificultad de volver al estilo de vida que tenía, que como planta tenaz y resistente, flexible y peleona se adapta a las circunstancias con voluntad y coraje, pero también con ese conformismo de una andadura de triste losa pesada; sonríe muy poco, de reír ni se acuerda, no se detiene a imaginar que le gustaría, apenas saborea su vida, sólo hace lo que hay que hacer para seguir adelante.
Seca, austera y rutinaria, introvertida en su enorme carga emocional, nunca expresada para no molestar ni que se transparenten las debilidades; oprime, aprisiona y agota en su incesante errático círculo, devastados congelados sentimientos que se cruzan con quienes comparten situación de precariedad y combate, pero no se permite la compasión o lástima por el compañero, no quieres volver atrás ahora que has avanzado, pues la urgencia y necesidad mandan, aunque no guste ni la dirección ni el paso.
Mata lentamente el ánimo, asfixia sutilmente la esperanza, es veraz, actual, humana, agónica y afligida, una vida más entre millones que se mueven
al mismo repetitivo compás de ritmo angustioso, asesino y destructor, que la sociedad de este siglo ha asumido como parte natural de su ambiente.
Martillea en silencio, neutraliza a la persona restringiendo su compasión, anulando su empatía, carcomiendo su ilusión e imposibilitando toda alegría, sólo esfuerzo, resignación y consistencia de no rendirse y sucumbir a la tentación de hacer una locura pues, “Dios aprieta pero no ahoga”, aunque a veces, aprieta tan fuerte, que impide seguir respirando con sosiego y calma, la felicidad mejor dejémosla fuera de tan ruinosa posible expectativa al alcance.
No hay oratoria, ni sermón, ni lección, ni crítica, ni debate, únicamente exposición rígida, ilustrativa, llana y concisa en su violencia y ofuscación reprimida, un drama conocido y familiar que todos, alguna vez, hemos sentido cerca; cruda realidad en solvente ficción reflejada, nítida, sin tapujos ni bellos adornos morales que la endulcen pues, cuando hay
que comer y pagar al banco, de nada sirven el orgullo de tener principios éticos.
Vincent es la mejor y única baza de un director, Stéphane Brizé, que expone con rigor documental, con determinación honesta la aniquilante rutina de un ex parado desesperado, aunque el corazón y apego de la cinta no caigan con la misma eficacia y puntería en la absorción atenta de su audiencia.
Interesante denuncia social que no juzga ni reflexiona ni optimiza, aunque sí deprime, desmoraliza e individualiza, para una ley del mercado que dicta, manda y ejecuta.

Lo mejor; la labor verosímil de un palpable Vincent Lindon.
Lo peor; su alma latente y sufridora no alcanza altas cuotas de conexión emotiva.
Nota 5,7


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