domingo, 28 de agosto de 2016

Nuestra hermana pequeña

Sachi, Yoshino y Chika son tres hermanas que viven en Kamakura (Japón), en la casa de su abuela. Un día reciben la noticia de la muerte de su padre, que las abandonó cuando eran pequeñas. En el funeral conocen a la hija que su padre tuvo trece años antes y pronto las cuatro hermanas deciden vivir juntas.


El puente de los cerezos en flor.

La calidez, recogimiento e inocente entusiasmo de parte del cine japonés abraza y entumece, encanta y seduce en sus formas y protocolos.
Una historia tan vieja como el mundo, la relación con esa hermana pequeña de padre, pero madre culpable de la infelicidad de la propia, narrado con sobrecogimiento, curiosidad y templanza de sus recogidos sentimientos, amargos y dulces, dolorosos y alegres, mezcolanza de sin remordimientos/sin olvido, en una inocente figura desvalida ante los inesperados contratiempos de la vida; desamparada criatura, recogida con cariño por quien padeció un inmerecido castigo, de abandono y soledad, también siendo niña, que lleva a compartir su querencia, preocupación y bienvenida sincera con ella, al tiempo que se desatan multitud de sensaciones dispares, en un fuego de incendio atenuado.
Porque es suave su provocación, bondadosa su andadura, tierna en su apetito, “la familia y una más” con sus tropiezos, desencuentros y aventuras, con su alegría, vitalidad y amabilidad de saber y descubrir a una nueva jovial personalidad, que altera la acostumbrada calma, que busca su propia espacio y se integra, con afianzada serenidad, en el grupo de hermanas.
Gustoso, bello y relajado paisaje, para una atractiva familia de tierra atractiva y fascinante; armonía e inquietudes, de buenas intenciones e inesperados roces, para cohibidas emociones de pensamiento dispar, que abren el dilema de no castigar a quien no es culpable pero, que revive la pena y sufrimientos vividos sin merecimiento alguno.
Entonada humanidad, de enriquecida presencia y suavidad en los gestos, crece con gratitud de contenido en su valor afectivo, su corazón palpita a interesante ritmo, ese que es sensible a las desgracias, sacrificado en el momento, esperanzador ante la dicha; vidas que se encuentran y siguen
adelante, fortaleciendo la raíz de un árbol, en camino de florecer y perpetuarse.
Con identidad propia en estilo y quehacer, te envuelve en sentencia definitiva, que te lleva a estimarla y valorarla con calma ciega.
Brisa ingenua, de atención en la escucha y la observación, bonachona, amable, familiar y cándida; el reflejo conectivo, de la mayor con la pequeña, afianza su tenaz personalidad, para una convivencia feliz y entrañable, que abre ruta con complacencia de lentitud estable; cuida de la casa, cuida de los suyos, cuida de todo el mundo menos de si misma, responsabilidad marcada a experiencia dañina, que es la base de una familia gratamente unida.
“Una niña no es una mascota”, tampoco quiere que sea como ella, por ello la incorpora a su hogar, para evitar y compensar lo que ella padeció en su amargo momento.
“Cuida las cosas pequeñas y las grandes se cuidarán solas” y, unas por otras, en su hermosura visual y sonora, de delicadeza en los detalles, al equilibrio llegarán por si mismas.
Madura y reflexiona, con discreción y sensibilidad,
sobre el crecimiento personal y colectivo; cierto amalgamado efecto puede sentirse, al exceder en beatitud sentimental, pues no cambia su discurso ni mueve más ficha que la ya vista pero, el conjunto es prosa de dulzura vivificadora y de fortaleza troncal penetradora.
“¡Que te jodan, papá!”, “¡Que te jodan, mamá!” “Puedes quedarte aquí para siempre”; seleccionado público es el que disfruta de ella.

Lo mejor; el pasar de la vida.
Lo peor; su larga duración, sin novedad alguna, puede atenuar la entregada mirada.
Nota 6,3


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