viernes, 23 de septiembre de 2016

Sparrows

Relato iniciático sobre un adolescente de 16 años, Ari, quien tras haber estado viviendo con su madre en Reikiavik, es enviado de vuelta a la remota región de los fiordos occidentales para vivir con su padre. Allí tendrá que lidiar con la difícil relación con este, y encuentra cambiados a sus amigos de la infancia.


Necesidad de un consuelo que no llega.

“Donde fueres, haz lo que vieres”, a menos que lo que vieres sea de condenado rechazo.
Porque ha dejado la ciudad, ahora está mucho más al norte, en ingrata tierra hace tiempo olvidada, con su desapacible padre del que apenas conoce nada, en territorio gélido, tosco, de inmensas y lustrosas montañas, donde las horas de luz no dan tregua, pues se alargan hasta contagiar el carácter con su sólida presencia.
Difícil acomodarse a lugar no querido ni solícito, más cuando has perdido tu sitio y no hallas nuevo que se acople a tu persona; fastidiosas borracheras de un progenitor al que no se comprende, inadaptación generalizada en el juvenil ambiente, pérdida de la identidad, tormento de tropiezos continuos que no encajan con la personalidad de uno, toda una aventura y experiencia que le llevan de cabeza entre la angustia, la incomprensión, la rabia, el dolor, la impotencia, el rechazo y el aprisionamiento de no tener más remedio.
El clima marca el carácter, al igual que lo hace vivir en un pueblo, más la incógnita de encontrar amigos con los que pasar el rato, loco ambiente hogareño y soledad como sentimiento de compañía amarga; y explota, y todas las emociones guardadas salen como misiles atacantes para hacer daño, para golpear, pues se siente herido, para herir, pues ha sido golpeado sin culpa alguna.
Y sabes de él, de su caótica situación, de su imprevisto devenir, de sus agobiantes dificultades, de sus ásperos maltragos, de sus pocas alegrías, de una inundable confusión que le llevan a perder rumbo y estar en ninguna parte.
Sin nadie que cuide de él, está aprendiendo a
hacerlo, es un buen chico que no cuenta con mucho, y ese poco es un desastre; su hallazgo despierta interés, desde el principio asumes su cambio y le respaldas con atención sincera, sin esfuerzo le observas y padeces con su desgarro, evolución que transpira humanidad, humildad, sinceridad y transparencia de cercanía descubierta.
Un acertado protagonista, Atli Oskar Fjalarsson, para reflejar su mutismo, negación y extraviado presente, de mareo inestable, que le aportan esa desdicha humillante de no desear volver a casa; vacío existencial, de demandas no satisfechas, que implora por cariño, por cuidados, por un abrazo, por una voz sólida que refuerce con identidad al introvertida susurro que práctica.
Sorprende la facilidad de acogimiento y querencia de este adolescente cuya alma está en vilo constante, sensibilidad y sencillez en tierra islandesa para una cinta que ganó la concha de oro en el 2015, cuya inhóspita región es referencia para conocer sus costumbres y habitantes; relaciones paterno filiales dentro de un decisivo marco, que envuelve con carisma la tipicidad del relato, sobria intimidad
nórdica, de serena realización, que se acoge con interés y aprecio.
Es un gorrión, abandonado por su madre y con un padre que no sabe mantener ni proteger el nido, maltrecho y siempre a punto de derrumbarse; en camino de aprender a volar solo, debe superar los traumas y hacerse fuerte con cada golpe; es duro, es agotador, es necesario, es inevitable, es la vida que le ha tocado.
Pulcritud angelical de inicio, anulada en tan sólo unos kilómetros.

Lo mejor; su ambientación, realización y protagonista.
Lo peor; el corte final sabe a poco.
Nota 6,1



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