martes, 20 de septiembre de 2016

Un doctor en la campiña

Jean-Pierre es un abnegado médico de una zona rural de Francia que dedica su vida a atender a sus pacientes, del día a la noche, los siete días de la semana. Pero un día Jean-Pierre cae enfermo, así que llega Nathalie, una joven médico del hospital de la ciudad, para asistirle y de paso hacer su trabajo. La pregunta es si Nathalie aceptará esta nueva vida, y cómo llevará tener que reemplazar a una persona que se consideraba irreemplazable.


Un doctor entregado en cuerpo y alma.

Es humana, tremendamente cándida, bonita, sentimental y, por encima de todo, humana; ese médico, los peores enfermos conocidos, que recorre kilómetros y kilómetros para visitar a sus pacientes, que se inmiscuye en sus vidas, que intenta solucionar sus problemas, que es uno de ellos; querido, solícito y demandado, que sufre con sus penas, que vive con sus alegrías, que lo da todo pues, “ser médico de campiña no se aprende”, es vocacional, instintivo, es renunciar a ser el primer en la lista y que lo sean los demás.
Silenciosa, calmada, emotiva, con tibio cinismo, como pincelada de ocasional humor entre su profundo drama, es un observar su día a día, afrontar su dilema, encarar la situación y evaluar las consecuencias; la testarudez de la negación, primer ofuscado paso de ese ciclo que debe atravesar, quiera o intente evitarlo; le seguirán la ira, la negociación y la depresión, para llegar a esa aceptación de luchar y que sea lo que venga, pues de ti depende sólo una parte; “la naturaleza es una barbarie..., tiene sus cosas horribles y hermosas”, y él ha visto de todo, en primera persona, ahora le toca otra perspectiva y el reto de dejar de ser un enfadado impertinente, por sentirse usurpado, y permitir la ayuda de su nueva ayudante.
Estupendo François Cluzet, sereno, franco, diligente, firme y plácido, con esa aireada química que comparte con Marianne Denicourt, su compañera de reparto; un retrato intimista y veraz de una profesión ensalzada y valorada con estima, en una cinta que habla a través de sus actos, esfuerzos y beneficios de ello; sacrificio, expuesto con admiración sentida, por un guión que se alimenta de la cercanía, de la
colaboración, de la consideración y respeto por las personas enfermas y por los sanitarios encargados de su cuidado con devoción, voluntad y entrega.
El juramento hiprocrático, en su perfección y máxima forma, rodado por Thomas Lilti con suavidad, esmero, cariño y realzada tasación por lo que representa, pretendida revalorización de un oficio que no aburre ni desgana, a pesar de su repetitivo moverse; te envuelve con ese detalle y miramiento, con esa delicadeza e intuición, con esa preocupación y orgullo de aquellos que han elegido como labor, en sus vidas, servir, ayudar, aliviar el dolor y cumplir la promesa de respetar el deseo del afectado por dura, incomprensible y dolorosa que sea ésta.
Y, ¿cuándo le toca a él?, cuando cumpla con sus pacientes o las fuerzas le impidan seguir al mando, pues tan sabio es reconocer que uno vale, como
retirarse a tiempo y ceder en sus pretensiones.
Se disfruta con paz, con sosiego, con el aprecio de observar y estar en silencio, extendida bonanza de una comunidad que permanece unida para ser más fuerte, sin más pretensión que juzgar con buenos ojos, sin más propósito que cumplir con quienes están a su cargo, sin otro testimonio que conocer, amar, integrarse y hacer bien su trabajo, que no es poca cosa.
Historia sencilla, contenida, rural, fotografía del médico diagnosticado y su manera de encarar ese pronóstico que, hasta ahora, siempre le había tocado expresar, nunca padecer; desgarradora y espectacular Nina Simone, como cierra de los títulos de crédito.
Complaciente y apacible no se agita antes de usar,
sus dosis son minimalistas, tanto en la crítica social, como en la recreación de la vista, como en el nacimiento creciente de ese contacto, cuya mezcolanza invita a ser del grupo y ser tratado por el doctor de la campiña pues, tras verla, ¿quién quiere ir a un frío hospital de ciudad?
No pretende pinchar en herida alguna, únicamente ser humana.

Lo mejor; un magnífico François Cluzet, que atrapa con intensidad reprimida tus emociones.
Lo peor; en exceso blanda.
Nota 6,1



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