sábado, 15 de octubre de 2016

Burnt

Tras perder el prestigio por culpa de su carácter y sus problemas personales, el chef Adam Jones, pasado un tiempo, abre con su antiguo equipo un nuevo restaurante con el objetivo de alcanzar la perfección y conseguir las tres estrellas michelin.


Un samurái de la cocina, de esencia pobre.

Un demonio de la cocina está de vuelta, un prodigio arrogante, soberbio, estúpido e inestable que se cree puede controlarlo todo, genialidad de un chef que busca reclutar a ese fantástico equipo -al igual que Ocean con sus eleven-, que le permita acceder a la codiciada tercera estrella Michelín, el Yoda de la cocina.
Un millón de ostras peladas y pone fin a esa auto condena impuesta, que le lleva a Londres para resurgir de sus cenizas y ser lustroso y conflictivo ave Fénix; con sabrosa banda sonora y la combinación del inglés rutinario y la elegancia gastronómica -ya mito desbancado- del francés en la gastronomía culinaria, intenta ser divertida e irónica, atractiva y emocionante con ese loco inteligente, intratable, espontáneo e imprevisto, quebrado interiormente.
El mundo competitivo de la alta cocina, su tensión, presión, gritos y desequilibrios por la perfección del mejor, dilema inquisitivo que abarca mucho más de lo profesional, pues se trata de la reconstrucción de quien lo estropeó todo e intenta ganarse el respeto de los suyos de nuevo.
Y en esa prevesible cruzada, de la infernal piedad de sus rivales, a la satisfacción personal del logro abrazado, Bradley Cooper, el guapo de Hollywood por excelencia, de increíbles ojos azules, siempre ideal como perdedor en proceso de redención, se rodea de buenos secundarios para teatralizar esa noria auto destructiva, de prevista parada ganadora, a tiempo de enmienda.
Es fresca, motorizada y chocante, rítmica y acelerada, vende estilo visual del manjar cocinado, y de sus preparativos previos, combinados con el desorden caótico de una vida desecha, mezcolanza que no alcanza los decibelios adecuados para ser de superior categoría.
La locura de los genios de los cuchillos y platos, de su incomprensión, admiración y envidia, de su martirio, gozo y obsesión continúa por inventar y superarse, más ese aprender a confiar en los demás y “comer en
familia”, pues no es debilidad necesitar a otros, es sabiduría y fortaleza de superar el miedo; todo ello con frenética imposición hacia uno mismo e intimidación hacia los de alrededor, aunque no deja de ser un porte dicharachero externo, de exaltado escaparate, pero sin grandilocuencia ni calor en su alma interna.
No es una gran comedia romántica, no es inteligente en su retrato de la cocina exclusiva, su intento de orgasmo culinario se queda en simpatía por el protagonista y sus envolventes conocidos; carece de golpe de efecto, de enamoramiento progresivo, de entusiasmo constante, de agudo interés; es una alegría a primera vista cuya curiosidad se ve satisfecha medianamente pues, a su manera, todos te caen bien en este representación numerera de los peligros de conseguirlo todo y no saber cómo manejar el éxito, pues no se trata exclusivamente de poseer un don, es saber sacar su máximo rendimiento, sin que te destroce ni humille a los demás, ya que uno sólo no puede con todo, por muy magistral talentoso que sea.
“Burnt”, quemado, “Una buena receta” para España -paso de quejarme de estas tontas traducciones-, los actores estupendos en intensidad interpretativa y firmeza de presencia, cuando es el guión el que se olvida de ella; no endulza, no abre apetito, no tienta,
ni seduce a probar sus platos, ni a penetrar en su cocina; entretiene, distrae y se olvida..., y tú nunca, por ejemplo, olvidarías la posibilidad de acceder a las entrañas de David Muñoz, de su cabeza y cocina.
Una gran oportunidad perdida de John Wells, pues se conforma con un plato comercial, al uso, de menú diario.

Lo mejor; sus actores y actuaciones.
Lo peor; la limitación, inventiva y audaz, de su conformado guión.
Nota 5,7


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