sábado, 8 de octubre de 2016

Sing street

Connor, un chico de 15 años que vive en el Dublín de los años 80, se propone huir de su conflictivo hogar. Crea una banda musical y compone canciones que son una una forma de lucha.


La tristeza feliz, instrumento de libertad musical.

El arte como expresión máxima de los sentimientos, ya sean de dolor, alegría, tristeza o felicidad suprema, todo aquello que en palabras cotidianas se guarna y no resuena en oralidad manifiesta, por ser difícil de expresar y comunicar, y que con la música adquiere una dimensión más importante y elevada, pues es fácil volcar tu enamoramiento, perplejidad, agonía o frustración a través de la letra de una sonora canción, que sirve de refugio y manifestación de quién eres en ese preciso momento de su composición y que, una vez creada y dada a tu público, pertenece a cada uno de los oyentes para degustarla y hacerla suya, para sentir lo que su corazón y piel le demanden en ese efusivo instante.
Y todos hemos sido quinceañeros prendidos por esa maravillosa persona, que nos trastocaba y volvía locos con su sola presencia, y cuya mirada ponía en tensión nerviosa cada célula del cuerpo enamorado; alma soñadora, cuya realidad apesta, pero a quien le queda esa resistente esencia, de vocación instintiva, que es feliz en su tristeza, al hallar el acomodo
sensitivo de unos sentimientos utilizados para crear, no para destruir y golpear.
Inspiración inocente y caótica que, como capullo recién despertado, no puede dejar de crecer y avanzar, imposible parar su fuerza y entusiasmo, su vitalidad y energía de querencia por uno y por lo que se quiere y lucha.
Es simpática, es motivadora, es cálida, es amigable, la adolescencia de un líder de su vida, que toma posesión y se arriesga; todo ello secundado por una respirada banda sonora, de instantánea vitalidad expresiva en sus letras, en su entonación y en el conjunto de esa musicalidad visual, que representan las aspiraciones de un joven creativo con talento, que no sabe manejar, pero aprende rápido ante la necesidad.
Y a ello se le suman ambientación encantadora, caracterización melancólica, fotografía colorista,
guión atractivo y rebelde, interpretación fresca y lozana, natural y sarcástica..., y se obtiene una gustosa película, angelical y dañina, donde la distorsionada y corrosiva referencia familiar y educativa son parte del azote para maquillarse, darle a tope a la música y ponerse a tocar; locura sin plan, excepto rendir tributo a esa interior herida, que toma forma en estupenda canción de perpetuo vídeo grabado.
Jovial, amarga y esperanzadora, sólido reflejo de una edad y una época; John Carney rueda un particular woodstock irlandés, personalizado en ese descuidado hijo/maltratado estudiante, que monta una banda de música para ligarse a una chica.
"Sing street", la calle canta, la cultura como estandarte de renacimiento de ese Dublín de clase media-baja que arrincona y selecciona a sus habitantes; la violencia verbal, en senos variados, abrazados por ese irónico catolicismo de hacer lo que digno, no lo que hago.
Es sencilla, es fugaz, es asumible, analiza cruelmente
la establecida sociedad de nacimiento que nos toca soportar, como lastre de una realidad que no quiere que despuntes, que quiere a todos integrados en su destino de asunción y sumisión.
Como buena canción, entona el momento con seducción enfática y contenta, para que tras su optimismo continúes la marcha sin ella, libre y más risueño; ahora, las sensaciones de ese vibrante espacio/tiempo consumido, son para siempre tuyas.
El desencanto y la embrujada fascinación, alianza de estímulos para la creación de música, tan simple como complicado, tan grande como humilde, tan mágico como inexplicable.

Lo mejor; su puesta en escena y todos los componentes reforzados que la engloban.
Lo peor; el tributo de su guión a los 80 mezcla, en ocasiones, sin sentido ni orden.
Nota 6,5


No hay comentarios: